Enrique de Mestral
Comencemos por la definición de persona que rige desde hace quince siglos, la del filósofo Boecio: “sustancia individual de naturaleza racional”. Hoy sabemos también que la persona está dotada de voluntad libre. El problema está en que desde qué momento aplicamos esta definición al ser humano. Científicamente no existe ningún momento del desarrollo embrionario que marque una diferencia fundamental para hacerse persona. O en todo caso, qué era ese embrión un día antes o una hora antes. El único momento fundamental es la formación de un nuevo ser perteneciente a la especie humana en la unión del espermatozoide con el óvulo materno, es decir la concepción. Todo lo demás son etapas del desarrollo de lo mismo.
Si observamos un recién nacido absolutamente dependiente, ya lo tomamos como persona, y qué era un día antes del nacimiento, o tres meses, o nueve meses antes.
Todos recordarán de sus años de colegio que el derecho ordena la sociedad según criterios de justicia, y que la justicia es dar a cada uno lo suyo. Y que las personas son seres con voluntad libre. Y que la libertad implica la capacidad de hacer el bien o no hacerlo pero nunca autoriza a hacer el mal. Ratzinger decía que la libertad para destruirse o destruir a otros es una parodia diabólica.
Este tema de la libertad tiene nuevos horizontes en nuestra cultura post moderna. Se la quiere concebir como una autonomía absoluta. Y este concepto de autonomía absoluta es doblemente peligroso. Por un lado, si cada uno exige esta condición, entraríamos en luchas sin fin en la sociedad entre todos sus miembros. Y, en segundo lugar, esta autonomía absoluta, sólo la tendrían los seres crecidos y conscientes. Los embriones, fetos, niños, psicóticos, dementes, pacientes inconscientes o en coma no podrían ejercerla. Y entraríamos a definir como personas no a todo ser humano sino sólo a los que ejercen su autonomía. Y así quitaríamos los derechos más elementales a los no autónomos, incluido el derecho a la vida.
Entraríamos, pues, a aceptar el aborto (interrupción de la vida incipiente en cualquiera de sus etapas), la eugenesia (elección de los mejores para autorizarles a vivir), y la eutanasia (poner término intencionalmente a la vida de un enfermo que sufre) como derechos humanos. Pues quienes no se valen por sí mismos no tienen derecho a existir, o al menos lo tendrían sólo hasta que sus familiares lo permitan. Y en el caso del aborto, hasta que su madre lo permita.
Después ya se entra en el reclamo del aborto provocado como un derecho de la mujer, de disponer de su cuerpo, aunque el que esté dentro de su cuerpo no sea “su cuerpo”, ya que puede tratarse de un varoncito (sexo opuesto al de la madre), y puede hasta que tenga otro grupo sanguíneo. Facilitar los homicidios es una acción intrínsecamente injusta, y nadie puede reivindicar esos homicidios como un derecho.
Saldríamos del concepto clásico del derecho como garantía del bien común de la sociedad, y pasaríamos a la situación que el ordenamiento jurídico aseguraría a cada cual sus aspiraciones subjetivas, aunque estén al margen de la justicia. Lo mismo puede ocurrir (y ya está en camino en Europa y EEUU) el pretender como derecho a una muerte digna la aceptación de la eutanasia o el suicidio asistido. Asistiríamos a una redefinición de la justicia como una constante y perpetua voluntad de dar al más fuerte lo suyo y lo ajeno, al decir de Jorge Scala.
Cicerón, filósofo romano que vivió en el siglo anterior a Jesucristo, ya cuestionaba las leyes injustas. “Si bajo el reinado de Sixto Tarquino no existían en Roma ninguna ley escrita contra del adulterio, no por eso Sixto Tarquino, al violar a Lucrecia, dejó de despreciar la ley eterna. No; existía ya razón perfecta, emanada de la naturaleza de las cosas que impulsa al bien y retrae del delito; ésta no comienza a ser ley cuando se la escribe”.
Con la despenalización del aborto, bajo el pretexto de evitar muertes maternas (aunque no se eviten precisamente las muertes embrionarias o fetales), se inicia un camino que lleva a la legalización, es decir que se constituya en una prestación de la seguridad social. El paso siguiente será la imposición del aborto como un derecho sin aceptar siquiera la objeción de conciencia de parte de los profesionales de la salud.
Y hablando de estos últimos, justamente nosotros estamos para cuidar la vida, la salud, tratar las dolencias y enfermedades, aliviar a los enfermos con afecciones terminales e incurables; y en el caso de las enfermeras, acompañarlos muy cuidadosa y delicadamente, y muchas horas al día. En ningún texto de Medicina o de Bioética figura que la misión de la Medicina es destruir la salud o la vida, o dar recetas para ello. Estas actividades siempre fueron hechas al margen de lo legal, de la moral, y con remuneraciones secretas. Ni el médico, ni la enfermera, ni la obstetra, ni el anestesista tienen el deber de practicarlas aunque lo hagan a veces.
Muchos habrán visto secuencias televisivas sobre la práctica del aborto provocado, y trabajan ciertamente sobre la emotividad de las personas. Hoy ya se descubrieron maneras muy discretas de practicar lo mismo, impidiendo la implantación del óvulo fecundado o favoreciendo el desprendimiento de la mucosa uterina una vez implantado, con medios químicos o mecánicos.
De todo lo dicho concluimos que el aborto no es un quehacer de la Medicina.
Si observamos un recién nacido absolutamente dependiente, ya lo tomamos como persona, y qué era un día antes del nacimiento, o tres meses, o nueve meses antes.
Todos recordarán de sus años de colegio que el derecho ordena la sociedad según criterios de justicia, y que la justicia es dar a cada uno lo suyo. Y que las personas son seres con voluntad libre. Y que la libertad implica la capacidad de hacer el bien o no hacerlo pero nunca autoriza a hacer el mal. Ratzinger decía que la libertad para destruirse o destruir a otros es una parodia diabólica.
Este tema de la libertad tiene nuevos horizontes en nuestra cultura post moderna. Se la quiere concebir como una autonomía absoluta. Y este concepto de autonomía absoluta es doblemente peligroso. Por un lado, si cada uno exige esta condición, entraríamos en luchas sin fin en la sociedad entre todos sus miembros. Y, en segundo lugar, esta autonomía absoluta, sólo la tendrían los seres crecidos y conscientes. Los embriones, fetos, niños, psicóticos, dementes, pacientes inconscientes o en coma no podrían ejercerla. Y entraríamos a definir como personas no a todo ser humano sino sólo a los que ejercen su autonomía. Y así quitaríamos los derechos más elementales a los no autónomos, incluido el derecho a la vida.
Entraríamos, pues, a aceptar el aborto (interrupción de la vida incipiente en cualquiera de sus etapas), la eugenesia (elección de los mejores para autorizarles a vivir), y la eutanasia (poner término intencionalmente a la vida de un enfermo que sufre) como derechos humanos. Pues quienes no se valen por sí mismos no tienen derecho a existir, o al menos lo tendrían sólo hasta que sus familiares lo permitan. Y en el caso del aborto, hasta que su madre lo permita.
Después ya se entra en el reclamo del aborto provocado como un derecho de la mujer, de disponer de su cuerpo, aunque el que esté dentro de su cuerpo no sea “su cuerpo”, ya que puede tratarse de un varoncito (sexo opuesto al de la madre), y puede hasta que tenga otro grupo sanguíneo. Facilitar los homicidios es una acción intrínsecamente injusta, y nadie puede reivindicar esos homicidios como un derecho.
Saldríamos del concepto clásico del derecho como garantía del bien común de la sociedad, y pasaríamos a la situación que el ordenamiento jurídico aseguraría a cada cual sus aspiraciones subjetivas, aunque estén al margen de la justicia. Lo mismo puede ocurrir (y ya está en camino en Europa y EEUU) el pretender como derecho a una muerte digna la aceptación de la eutanasia o el suicidio asistido. Asistiríamos a una redefinición de la justicia como una constante y perpetua voluntad de dar al más fuerte lo suyo y lo ajeno, al decir de Jorge Scala.
Cicerón, filósofo romano que vivió en el siglo anterior a Jesucristo, ya cuestionaba las leyes injustas. “Si bajo el reinado de Sixto Tarquino no existían en Roma ninguna ley escrita contra del adulterio, no por eso Sixto Tarquino, al violar a Lucrecia, dejó de despreciar la ley eterna. No; existía ya razón perfecta, emanada de la naturaleza de las cosas que impulsa al bien y retrae del delito; ésta no comienza a ser ley cuando se la escribe”.
Con la despenalización del aborto, bajo el pretexto de evitar muertes maternas (aunque no se eviten precisamente las muertes embrionarias o fetales), se inicia un camino que lleva a la legalización, es decir que se constituya en una prestación de la seguridad social. El paso siguiente será la imposición del aborto como un derecho sin aceptar siquiera la objeción de conciencia de parte de los profesionales de la salud.
Y hablando de estos últimos, justamente nosotros estamos para cuidar la vida, la salud, tratar las dolencias y enfermedades, aliviar a los enfermos con afecciones terminales e incurables; y en el caso de las enfermeras, acompañarlos muy cuidadosa y delicadamente, y muchas horas al día. En ningún texto de Medicina o de Bioética figura que la misión de la Medicina es destruir la salud o la vida, o dar recetas para ello. Estas actividades siempre fueron hechas al margen de lo legal, de la moral, y con remuneraciones secretas. Ni el médico, ni la enfermera, ni la obstetra, ni el anestesista tienen el deber de practicarlas aunque lo hagan a veces.
Muchos habrán visto secuencias televisivas sobre la práctica del aborto provocado, y trabajan ciertamente sobre la emotividad de las personas. Hoy ya se descubrieron maneras muy discretas de practicar lo mismo, impidiendo la implantación del óvulo fecundado o favoreciendo el desprendimiento de la mucosa uterina una vez implantado, con medios químicos o mecánicos.
De todo lo dicho concluimos que el aborto no es un quehacer de la Medicina.
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